De noche nos visitan fantasmas. Provocan horrorosas pesadillas cuyo magro consuelo son las pausas de la vigilia, el puente entre un sueño y el siguiente.
De día se nos meten fantasmas por las paredes. Generan batallas domésticas, accidentes de tránsito, guerras mundiales. Nos desembarazamos falsamente de ellos por la noche, cuando nos gana el sueño, el túnel entre un día y el que sigue.
¿Inevitables, entonces, los ataques fantasmales?
No, de ninguna manera. No todos padecemos su actitud entrometida, invasiva, rompedora de quinotos.
Hay un horizonte, un modelo al que aspirar, un espejo en el cual mirarse, seres afortunados que jamás fueron visitados por ellos, duermen a pata ancha, vigilan a pierna suelta, van de acá para allá como si no hubiera nada de qué preocuparse. Son los fantasmas.
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